Mitos: Juanhung, hijo del Emperador Celestial, y Tangun

Juanhung, hijo del Emperador Celestial, y Tangun

Doradas columnas de cobre se levantan desafiando al cielo. El suelo, los muros y el techo embellecidos con piedras preciosas de los Siete Tesoros encandilan, deslumbrantes, a quienes los contemplan. Es el palacio celestial iluminado con lámparas multicolores. En sus jardines, los enormes árboles que ignoran los cambios de las estaciones, cantan melodías divinas mecidos por el viento y flores de extraña belleza sonríen al amparo de la arboleda. En los estanques nadan peces de oro y plata, y por el verde campo retozan animales y aves que habitan las colinas.

    Es el paraíso celestial donde en un principio vivían los padres de la humanidad. Es el paraíso eterno donde no se nace ni se muere, donde no existe el dolor ni la soledad. Sólo el gozo y la alegría.

    Este lugar se encuentra sobre los treinta y tres cielos, en el centro del universo. En medio se erige un palacio de Juanhín, poder supremo que gobierna todas las cosas. En el centro del palacio se halla el trono de jade, brillante, de luces doradas, y en torno suyo las inextinguibles antorchas sagradas encendidas de día y de noche. Él, sentado en su trono, gobierna este país y todas las cosas.

    Subordinados a él había muchos dioses menores que tenían a su cargo a todos los seres del universo. El dios encargado del movimiento de los astros, el dios encargado de los vientos y las lluvias, el dios encargado de la vida y de la muerte, de la felicidad y el sufrimiento. Estos dioses eran diligentes y exactos como agujas de reloj. Por eso el sol y las demás estrellas dibujaban su órbita sin interferencias, las cuatro estaciones llegaban y se iban puntuales y todos los acontecimientos de la Tierra se sucedían en perfecto orden.

    Nadie conocía la edad de Juanhín. No era viejo ni joven. Él, que cuidaba los movimientos del universo, existía con el universo. No se alegraba ni se entristecía ni se enfadaba. Era delicado, estricto, solícito y bondadoso. Su virtud infinita alumbraba el universo. Era el ser perfecto.

    Entre su numerosa prole se hallaba el príncipe Juanhung. Era el más apuesto de sus vástagos, aun entre los príncipes que parecían astros celestiales, el de más profundos pensamientos y más altos ideales, pero no era hijo legítimo. Mientras crecía, adquiría la costumbre de meditar. Por eso sintió que, además de su identidad de hijo ilegítimo, su país no le ofrecía un espacio para vivir y actuar. Los demás príncipes podían adaptarse al sistema, pero Juanhung no. Él tenía conciencia de su bastardía y, además, una inmensa inquietud agitaba y perturbaba su corazón.

    Su habitación quedaba apartada, en el último piso de palacio. Absorto en una soledad inconsolable adquirió la costumbre de contemplar el mundo desde su ventana. Desde lo más alto de palacio podía ver la Tierra. Lo atrajeron las regiones que se percibían entre nubes leves. Ni él mismo se dio cuenta de que llegarían a interesarle otros lugares donde dominaban el desorden y el caos, tan diferentes al reino celestial- El ambiente de su ordenado paraíso llegaba a aburrirlo.

    -¡Oh, esas naciones baldías! ¿No será allí, en esas naciones, donde, en verdad, mi voluntad se arrastra?

    Por la ventana veía, día tras día, a las naciones de la Tierra y su alma se encendía y ardía de deseo por estar allá. Su interés inicial se convirtió, pasado el tiempo, en una obsesión.

    -¡Pase lo que pase yo he de ir a esa Tierra!

    Pero su ambición contrariaba la voluntad de su padre y podía convertirse en un acto peligroso capaz de alterar el orden del universo, alcanzado después de mucho esfuerzo. Le atormentaba pensarlo. ¿Debería resignarse a vivir en su región pacífica y feliz como los demás príncipes sumisos o, abandonando la gloria celestial, debería huir a la Tierra, en cuyas naciones le esperaba un destino áspero de vida y muerte, dolor y gozo? Su tormento se agudizaba día tras día.

    En medio de estas tribulaciones descubrió una tierra que cautivó su corazón con persistencia. En el continente asiático, hacia el Oriente, junto al azul del mar, vio la península de Corea, con su cola saliente, rodeada de mar por los tres costados y salpicada de espuma. Le atraía esa nación que parecía dormir profundamente.

    -¡Oh, tierra hermosa, en ti naufraga mi voluntad!

    Su obsesión por la península de Corea era una fatalidad y también una llama que arde y quema el pensamiento. Él bautizó a esta tierra con el nombre de Samhui Tebek (los Tres Enormes Peligros).

    Tierra virgen, intacta desde la antigüedad, sin huellas de la industria humana, tierra pura como caída del seno materno, tierra que espera ser ordenada, dotada de posibilidades, de esperanzas y frutos, tierra que espera ser dominada por un Señor… Samhui Tebek, tal vez sea el nombre más apropiado para tan hermoso significado.

    Estaba convencido de poder edificar una gran nación que sobrepasara el reino de su padre. Era una tierra que amaba más mientras más la contemplaba.

    ¡Tierra ideal para el gozo del hombre! Pronunciaba su nombre con pasión incontenible.

    ¿Cómo no darse cuenta de la voluntad de Juanhung su propio padre? El sabia y poderoso Juanhín percibía la ambición de su hijo Juanhung, más perspicaz que el común de las gentes. El padre sabía que Juanhung sería incapaz de aceptar las comodidades palaciegas y de resignarse a ser un conformista. Y eso le preocupaba.

    Primero creyó que se trataba de un simple descontento y de una cierta fatiga, pero cuando se dio cuenta de que no se trataba de un simple fastidio, sino de una firme voluntad de poseer el mundo terrenal, Juanhín sintió que había llegado el momento de actuar.

    Le dolió saber que su hijo más querido le desobedecía. Pese a todo, pensó que debía ser castigado en consideración a los dioses del cielo, para los cuales la justicia divina debe ser administrada sin contemplaciones y de forma equitativa.

    A Juanhín le apenaba tener que enfrentarse a su hijo bienamado. No quería castigarlo porque, en el fondo, se sentía afectado por sentimientos contrapuestos. Por una parte reconocía la inteligencia de su hijo preferido, a pesar de ser ilegítimo, y, por la otra, se daba cuenta de que no podía modificar la decisión de Juanhung.

    Si lo retenía a la fuerza sabía que se escaparía, poniendo en evidencia su rebelión. Si lo echaba como si fuera un réprobo, su autoridad se vería mermada. Por lo tanto, decidió actuar con sabiduría y optó por enviarlo a la Tierra como un emisario del emperador celestial o como el hijo del emperador que se enorgullece de su descendencia.

Dejar que Juanhung se marchara a un mundo nuevo podría ser, tal vez, la medida más prudente y más conveniente para que Juanhung superara su complejo de inferioridad por ser hijo ilegítimo. Al mismo tiempo era también un modo de pagar su culpa. Finalmente, llegó a pensar que, sobre todo, era digno de elogio que un hijo suyo transportara el orden celestial a una tierra que carecía de él. Juanhung -pensó el emperador, su padre- era capaz de realizar esa proeza que recordarían los tiempos.

Juanhín salió finalmente de dudas. Envió a Juanhung en calidad de enviado del cielo a organizar un mundo abandonado al caos y decidió iniciar, a través de su hijo, la fundación de la primera gran creación divina. Juanhung, después de todo, era su hijo del cual se sentía orgulloso, y sería merecedor de la gloria sin fin como padre de la Humanidad y como progenitor de civilizaciones. Pero, al mismo tiempo, con Juanhung llegaría la pasión y la persecución que sufren los héroes al bajar del cielo a la cultura y el conocimiento. ¿No era esto lo que temía en su interior el propio emperador Juanhung?

Un buen día, Juanhín llamó a su hijo Juanhung. En presencia de su padre, el Emperador, el hijo le participó su decisión de marcharse a la Tierra. En su rostro se reflejaba la firmeza de sus palabras.

-Hijo mío- le dijo, benevolente y compungido- ¿Os sucede algo? Decidme qué entristece vuestro joven corazón.

Ante la mirada penetrante de su padre Juanhung respondió:

-Padre, escuchad la petición de vuestro hijo. No soy digno de dirigiros la palabra, pero vuestro humilde hijo quiere ver realizados sus sueños allá, en Samhui Tebek, lejos de vuestros brazos amantísimos. Aquí no tengo nada que hacer porque todo es perfecto. Lo que yo ansío, Señor, es hacer algo diferente, que me satisfaga.  Anhelo fundar un paraíso en la Tierra y enseñar a aquellos seres lo que desean saber. Quiero compartir con ellos el gozo y el dolor. Por favor, Majestad, ¡dejadme partir! Aquellos seres están llamando a vuestro hijo y vuestro hijo quiere estar con ellos…

Juanhín ya se había imaginado esta escena, aunque, en el fondo, le gustaba comprobar el carácter de su hijo predilecto. Antes que sentirse agraviado y molesto pensó que su hijo merecía todo su apoyo y confianza. También pensó que la luz celestial llegaría a la Tierra gracias a su hijo. Así se abrirían las puertas del conocimientos y de la Historia. Descendió del trono, cogió las manos de su hijo y dijo:

-Hijo mío, vuestra decisión me complace. Me siento orgulloso de vos. Id a la tierra de vuestros sueños y no os dobleguéis ante el infortunio y las dificultades por grandes y difíciles que sean.

Al escuchar las palabras de su padre, Juanhung cayó de hinojos y lloró agradecido. Fue una escena emocionante.

-¡Padre, gracias, muchas gracias! ¡Vuestro hijo honrará vuestra memoria. Ahora, os ruego, bendecidme!

Juanhín levantó las manos y bendijo a su hijo.

Por mandato del Emperador se hicieron los preparativos para que Juanhung se marchara con toda pompa. Las bodegas se abrieron de par en par  las carretas rebosaban de regalos, semillas y herramientas necesarias para la agricultura, fuego celestial en forma de carbones encendidos y tesoros valiosos sólo visibles en el cielo.

Llegó el momento de la partida. El padre llamó a su hijo y le dijo:

-Recibid estas tres curiosidades divinas. Llevadlas y guardadlas con cariño porque son prueba de tu descendencia real. Os deseo éxito.

Recibidas las tres prendas divinas Juanhung se despidió y se fue.

Tres mil sirvientes poseedores de conocimientos útiles en la Tierra constituían el séquito de Juanhung. En brazos de la esperanza y al son de trompetas celestiales abandonaron aquel reino.

La comitiva se dividió en grupos y, subidos a carretas tiradas por dragones, dejaron atrás el brillante palacio de colores y se dirigieron rumbo a Samhui Tebek al compás de tambores y atabales.

La caravana se detuvo a descansar a la sombra de un árbol, altar y corona de la Montaña Tebek (hoy montaña de Miojiang), erguida en el centro de la cordillera que se extiende a partir de la Montaña de Pektu. El lugar que fue bautizado con el nombre de Ciudad Divina, mientras Juanhung se denominaba a sí mismo Rey Divino.

La visión panorámica desde la cima de la Montaña Pektu era espectacular. Al oriente, a lo lejos, se divisaba el Mar de Oriente; hacia el sur se distinguían las montañas; hacia el oeste se abría un vasto valle y al pasarlo, las aguas del Mar Amarillo se elevaban, inquietas. El norte era una extensión de tierra sin límites.

La Ciudad Divina estaba en el centro de este escenario grandioso. Abundaban los gigantescos árboles sin edad conocida, los valles floridos exhalaban aromas embriagadores y lucían sus colores deslumbrantes. Los pajarillos gorjeaban y entre los pedregales corrían las aguas cantarinas de arroyos cristalinos.

Juanhung se alegró de haber venido a esta tierra de promisión. El orden de la naturaliza corrió a cargo de Pungbek (dios de los vientos), de Usa (dios de las lluvias) y de Unas (dios de las nubes).

Para favorecer la agricultura los dioses hacían convenientemente caer lluvias, soplar los vientos y esparcirse las nubes. Así empezó el cultivo de los campos. Las hierbas poblaron los fértiles campos en reposo.

Sire Ko se llamaba el maestro que enseñaba a cultivar el campo removiendo la tierra y arrojando las semillas en los surcos. Aún hoy, los agricultores toman primero un bocado e invocan a Sire Ko antes de las comidas.

Juanhung administraba los granos para distribuirlos luego; prevenía y curaba las enfermedades, legislaba, juzgaba e imponía los castigos. Determinó 360 clases de asuntos relacionados con los hombres con la finalidad de enseñarles a distinguir el bien del mal.

De esta manera se iban realizando uno a uno sus deseos. El orden del reino de la tierra se iba semejando, poco a poco, al del cielo, la nación de Juanhung iba pareciéndose al paraíso.

Por esta época, en una cueva cercana a la Montaña Miojiang (donde Juanhung estableció la Ciudad Divina) vivían un tigre y un oso. Atraídos por la dignidad de Juanhung llegaron hasta el Rey Divino y le formularon una petición.

-¡Omnipotente Rey Divino! ¡Quítanos esta horrible piel de animales! ¡Por favor, conviértenos en hombres! ¡Danos oportunidad de servirte como seres humanos!

Al principio el Rey dudó, pero después no pudo resistir los constantes ruegos del tigre y del oso y decidió darles una oportunidad de llegar a ser humanos.

-Si en verdad deseáis ser hombres debéis hacer, desde ahora, sólo lo que yo os ordene. ¿Estáis dispuestos?

En voz alta y sin disimular su alegría, el tigre y el oso respondieron que sí, dando gruñidos. Juanhung les explicó entonces lo que tenían que hacer.

-Aquí tengo un racimo de uvas y una cabeza de ajos de veinte dientes. ¡Lleváoslos y comedlos en la cueva y quedaos allí! Si no veis el sol durante cien días os convertiréis en hombres.

Los dos animales recibieron las uvas y los ajos con tanta ansiedad que no cabían en sí de puro gozo. Manifestaron ruidosamente su gratitud y se metieron en la cueva. Allí compartieron y comieron las uvas y los ajos sin ver, durante un tiempo la luz del sol.

Para el tigre, de por sí impaciente, el estar encerrado en una cueva oscura era algo tedioso y opresivo. De manera que, en poco tiempo, el tigre acabó por salir de la cueva antes del plazo señalado. El tigre fracasó en su intento de ser hombre. El oso, en cambio, después de haber soportado la prueba durante veintiún días, se convirtió en una hermosa mujer.

El oso, convertido ahora en mujer, de nombre Unghnio, quiso remendar a los hombres. Ya que su forma femenina, quiso hacer su papel a las mil maravillas. De esta manera el oso convertido en mujer perdió la compañía del tigre, hasta entonces su pareja.

Unghnio iba todos los días a rezar debajo del árbol erigido en el altar de la divinidad y allí imploraba:

-espíritu divino: concédeme la gloria de concebir el primer hijo de la humanidad.

Juanhung, conmovido por las plegarias del oso convertido en mujer decidió concederle lo que tanto deseaba. De esa forma y valiéndose de sus poderes se transformó en un joven atractivo. Luego conoció a Unghnio y la tomó por esposa. De este modo apareció la primera pareja sobre la Tierra. De esta unión nació el príncipe Tangun, el Rey Modesto, porque su nacimiento se relacionaba con ansu (el árbol altar).

La alegría del matrimonio Juanhung era indescriptible. La construcción de la tierra ideal no terminaría con la primera generación. Tangun había nacido de un designio divino cuyas características dignificaban el linaje paterno.

Tangun heredó la gran obra de su padre, se convirtió en un rey sabio, cambió la capital a la tierra fértil de Pyongyang, en la cuenca del río Tedong, en la montaña de Tebek. La capital se llamó El Castillo del Rey Modesto. Además cambió el nombre de la nación por Choson.

La cronología sitúa este tiempo 50 años después de haber subido al trono el rey Tanggio, año 27 del ciclo sexagenario.

La nación Choson, fundada por Tangun, prosperó día tras día. Mi rey posterior cambió la capital de nuevo a Asadal, en las faldas de la Montaña Pegak. Asadal se llamó también montaña de Kungjol y montaña de Pangjol. Durante la dinastía de Koryo se la llamó Midal.

Dicen que Tangun fobernó la nación en los años 1500, año 16 de los 60 inicios, cuando el rey Muguang de la nación Chu (de China), entronizado como gobernante, confirió a Kiya como feudo anexo a Choson.

En adelante, Tangun se fue a vivir a Changdangguiong (hoy montaña Kuwol, provincia de Juangje). Allí vivió y luego, oculto en Asadal, convertido en espíritu de la montaña, protegió a la nación que él llegó a engrandecer.

Tangun vivió 1908 años.

 Título de la obra: Mitos coreanos
Autor: Pegang Juang
Traductor: Kim Changmin / Othón Moreno
Editorial: Verbum S.L (verbum@telefonica.net)

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